VIERNES SANTO: el día en que el cielo se oscureció a las 3 de la tarde.

 

Colaboración Especial del Maestro Héctor Navarrete M.

Un hecho en nuestra Era, que ocurrió hace 1995 años. La Biblia a través de sus evangelios, refieren que mientras Jesús era crucificado, el cielo se oscureció repentinamente. No fue al anochecer. No fue una tormenta. Fue a plena luz del día, desde el mediodía hasta las tres de la tarde.

Pero lo realmente inquietante es que no solo la Biblia menciona este evento.

Existen registros históricos de otras culturas, como los anales romanos, crónicas griegas y textos egipcios que también refieren de un oscurecimiento súbito del cielo alrededor del mismo período, en pleno siglo I.

Incluso el historiador Tertuliano escribió que el fenómeno fue tan evidente que los propios archivos del Imperio Romano lo registraron como “un eclipse fuera de lo común”.

¿Pero fue realmente un eclipse?

Astrónomos modernos han demostrado que no había eclipses solares visibles en Jerusalén en esa fecha. Además, los eclipses solares duran minutos… no tres horas.

Entonces, ¿qué ocurrió realmente ese día?

Algunos científicos han propuesto explicaciones como tormentas de arena, actividad volcánica lejana o incluso una “ceguera colectiva” provocada por trauma.
Pero ninguna teoría encaja del todo con los relatos que cruzan tantas culturas.

Al día de hoy, ese instante sigue envuelto en sombra —literal y simbólicamente—.
Una coincidencia cósmica, una manipulación histórica… o algo que no entendemos del todo.

Pero que fue lo que realmente pasó de acuerdo a la bitácora de los dos viajeros en el tiempo de acuerdo a la saga de libros "Caballo de Troya" del escritor español JJ Benítez:

Hechos del viernes 7 de Abril del año 30.

Refieren que siendo las 14 horas y 8 minutos, según los cronómetros del módulo, el objeto osciló ligeramente.

En segundos, con una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el ardiente circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén y de un dilatado radio en el que, naturalmente, me encontraba, refiere el militar encubierto con el sobre nombre de Jason, -14.45 horas...

La baja saturación de oxígeno en hemoglobina estimuló una vez más el instinto de supervivencia del Maestro. Izándose de nuevo sobre los clavos de las muñecas aspiró la que sería su penúltima bocanada de aire. A partir de esos instantes, presa de una taquicardia mucho más agresiva, el Galileo -consciente de sus escasos minutos de vida- comenzó a recitar lo que me parecieron pasajes de las Sagradas Escrituras. El centurión y varios legionarios se aproximaron, intrigados. Pero su lenguaje era casi ininteligible. 

Las fuerzas se le escapaban a borbollones y sólo de vez en cuando sus palabras llegaban con un mínimo de nitidez a mis oídos. Al retener algunas de aquella frases caí en la cuenta de que el Maestro no trataba de decirnos nada.

Simplemente, ¡estaba rezando!
Así pude escuchar, por ejemplo: «Sé que el Señor salvará su unción...» o «Tu mano descubrirá a todos mis enemigos» y, sobre todo, la impresionante y polémica «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

La caja torácica, a punto de estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con una potencia que hizo volver la cabeza a todos los legionarios, exclamase:

-¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!
Al instante, su cuerpo se desplomó, haciendo crujir todas las articulaciones.

La voz de Eliseo mi compañero quién se encontraba en el módulo, me anunció las 14.55 horas...

El Maestro cayó fulminado, aunque la parada cardíaca final no se produjo hasta dos minutos y medio después. Según estas apreciaciones, el fallecimiento de Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente, del viernes, 7 de abril del año 30.


Y sucedió. A las 14.05 horas, mi compañero en el módulo -con una excitación similar a la que había experimentado durante mi permanencia en la finca de Getsemaní- abrió súbitamente la conexión, anunciándome algo que hizo tambalear mis esquemas mentales.

¡Ahí está otra vez...! ¡Jasón, lo tengo en pantalla...! El radar registra un eco... ¿Dirección...?, afirmativo: procede del Este. ¡Esto es de locos!
¡Jasón, nunca nos creerán...! El eco acaba de hacer una ruptura de casi 90 grados... Lo tengo en rumbo 190... Si sigue así pasará casi sobre tu vertical...  ¡Un instante...! ¡Acelera...! Afirmativo, está acelerando: ¡400..., 700..., 900 nudos...! ¡No es posible...! Se ha estabilizado en nivel 120 (cuatro mil metros)... Lo tendrás a la vista en seguida si mantiene esa velocidad...

Efectivamente, a los cinco minutos y seis segundos, la voz de Eliseo irrumpió de nuevo en mi cabeza. Pero, esta vez silo tenía a la vista: al principio como un punto brillante.

Después, conforme fue aproximándose, perdió luminosidad, convirtiéndose en una especie de «luna llena», de un color mate.

Los soldados estadounidenses no tardaron mucho en verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan perplejo como yo.
Aquella «cosa », según Eliseo, se había estabilizado a unos 4000 metros sobre la vertical de Jerusalén. Y así permaneció por espacio de dos o tres minutos. A juzgar por la altura a la que se encontraba y por su tamaño aparente -superior al de diez lunas- sus dimensiones eran enormes.

Pero mis elucubraciones se vieron definitivamente pulverizadas cuando mi hermano, después de verificar hasta tres veces el diámetro de aquel artefacto, me anunció sus dimensiones: ¡1757,9 096 metros! ¡Casi un kilómetro y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente superior a la de toda la ciudad santa...

A las 14 horas y 8 minutos, según los cronómetros del módulo, el objeto osciló ligeramente -
como si «temblase»- y, despacio, en un ascenso que me atrevería a calificar de majestuoso, se
dirigió hacia el sol. Al alcanzar el nivel 180 (18000 pies) volvió a hacer estacionario.

Un alarido colectivo se escapó de las gargantas de los judíos cuando vieron cómo aquel artefacto empezaba a interponerse entre el disco solar y la Tierra. Y lo hizo de Este a Oeste (siempre considerada la observación desde el Calvario y sus inmediaciones).

En segundos, con una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el ardiente circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén y de un dilatado radio en el que, naturalmente, me encontraba.

En menos de 120 segundos, el astro rey desapareció y, con él, la claridad.
(No creo necesario extenderme en profundidad sobre esa ilógica explicación científica, que trata de resolver este fenómeno de las «tinieblas» con ayuda de un eclipse total de sol. 

Basta recordar que en aquellas fechas se registraba precisamente el plenilunio y, en consecuencia, tal eclipse de sol era imposible. La luna, a las 14 horas del 7 de abril del año 30 se hallaba aún oculta por debajo del horizonte oriental. 

Los astrónomos saben, además, que un eclipse de esta naturaleza siempre se inicia por la cara Oeste del disco solar. Aquí, en cambio, ocurrió al revés. El oscurecimiento del sol se inició por el Este.